Analfabetismo vital

Analfabetismo vital

Ser analfabeto, hace unos años, era un concepto bien delimitado: no saber leer ni escribir. Y por cercanía, para designar el desconocimiento y carencia de manejo de alguna disciplina, materia o habilidad. La propia complejidad de la vida contemporánea ha hecho que se fuera ampliando su espectro. Con generalizada aceptación, se habla de analfabetismo funcional. Al compás del desarrollo de las últimas décadas, se acuñó el analfabetismo tecnológico y el digital. Menos consensuadamente, algunos autores hablan de analfabetismo cultural y moral. El analfabetismo emocional aparece al hilo del desarrollo de las inteligencias. Y aún sigue ampliándose el abanico con quienes últimamente aluden al analfabetismo económico. Seguro que saben de alguno más…

Sin ánimo de engrosar la lista por puro divertimento intelectual, la observación del comportamiento cotidiano de las personas me lleva a considerar seriamente lo que percibo como una especie de analfabetismo vital. Sí, algo así como incapacidad para leer y escribir la vida, para manejarse con ella, para usarla adecuadamente cuando se presentan las ocasiones.

Sabemos mucho de cosas que se convierten en auténticas naderías ante los hitos realmente importantes de la vida. Y apenas nada sobre cómo leer multitud de situaciones vitales que se nos presentan, en palabras de Innerarity, como invitaciones inopinadas que nos lanza la vida. Invitaciones a las que hemos de responder, no cuando está agendado, sino cuando llegan. Respuestas que nacerán del ser que somos.

¿A qué me refiero? Por ejemplo, a cosas que podríamos englobar dentro de la categoría “cambio”. Sí, como cantaba Mercedes Sosa, “cambia, todo cambia”. Que las personas cambiemos con el transcurrir de la vida no es una anomalía, más bien lo contrario: significa claramente que estamos vivos. Que lo hagan las circunstancias en las que vivimos, entra dentro de lo completamente previsible. Imposible saber cómo van a ser esos cambios; y que ese cambio nos guste y acomode o no, o que implique cosas no deseadas, es harina de otro costal. Pero que cambios habrá, es algo fuera de toda duda. Así que lo que no se comprende es que no sepamos deletrear eso connatural a la vida humana. Que nos deje sin palabras, fuera de juego, y seamos incapaces de seguir escribiéndola con verdadero dominio y belleza.

Analfabetos, por ejemplo, al afrontar alguna clase de limitación. Y eso siendo, al igual que el cambio, que toda realidad humana es limitada por definición. Llama la atención la cantidad de trabajos que se están haciendo —libros, entrevistas, documentales…— recogiendo procesos de personas que saben con certeza que están prontos a morir. Interesa —y parece que mucho— saber cómo se hace eso tan natural de morirse. Igual que interesa cómo estar junto a quien va a morir. Porque esa es una situación igualmente presumible en nuestro itinerario de vida para la que algunos se muestran completamente analfabetos. No sabemos leer, interpretar ni manejar algo que con altísima probabilidad vamos a tener que afrontar. Como la vejez, como la enfermedad…

Analfabetos parecemos en el amor, con tantas confusiones de por medio que ilustran claramente la incapacidad para manejar efectivamente los códigos que implica. Analfabetos por no saber leer las relaciones, los sentimientos, las interacciones, los distintos tipos de amor. Nos falta tanto vocabulario… Auténticos analfabetos funcionales, que no sabemos aplicar lo que conocemos cuando la realidad lo demanda.

Analfabetos para encarar las crisis de distinta índole que, sin duda, aparecerán en la vida: personales, profesionales, empresariales, familiares…

Resulta ilustrativa la categoría de analfabetismo por desuso o regresivo, es decir, el de quien aprendió a leer y escribir pero, por no usarlo, ha ido olvidándolo hasta casi desconocerlo… Así nos pasa con la vida, que de tanto no usarla de verdad, confundidos con sucedáneos en forma de metas, objetivos, competencias y estrés, acabamos por olvidar cómo leerla y cómo escribirla. Ay, si pudiéramos cantar aquello de “se nos gastó de tanto usarlo”…

Natàlia Plá