Uno de los grandes logros de la modernidad fue colocar el foco de atención en la igualdad de todos los seres humanos en términos políticos, económicos y sociales. Comenzó temprano, en la isla de Haití (llamada por los castellanos La Española y posteriormente Santo Domingo) en 1511, cuando una comunidad de frailes dominicos provenientes del Convento de San Esteban en Salamanca a través de la voz de Antón de Montesinos reclamó la dignidad de los aborígenes encontrados en las Antillas: “… ¿acaso no tienen ánima humana?”. Tal antropología está en la base del accionar de Bartolomé de las Casas y desemboca en la reflexión de Francisco de Vitoria.
De los sermones a las legislaciones, de las revoluciones del siglo XVIII y XIX a la realidad del siglo XXI, la cuestión tan simple de formular —todos somos iguales— sigue distante de su pleno reconocimiento. El énfasis en la diferenciación de unos y otros para agendas políticas e ideológicas sigue presente. Mujeres y hombres, fetos y ancianos, distinciones por la melanina en la piel, por la lengua materna, distinción entre occidentales y orientales, el norte y el sur, por el año o siglo en que emigró, hasta por las creencias religiosas o políticas, son parte de una entramado absurdo y criminal que busca establecer grados de diferencia en el seno de la humanidad y hasta excluir a muchos de la condición de ser humano.
Somos iguales y a la vez diferentes, si no fuéramos diferentes no hablaríamos de igualdad y si no fuéramos iguales no celebraríamos las diferencias que enriquecen ese elemento integrador de que todos tenemos “ánima humana”. Los énfasis en las diferencias, a la hora de pensar en la plenitud de lo humano, siempre carga con intenciones discriminatorias, conscientemente o no. Convertir la igualdad en un absoluto es la pesadilla que promueven los totalitarismo y fundamentalismos que no soportan la diversidad porque les quita el poder, el control de la “verdad”.
La igualdad siempre ha de defenderse, la diferencia invita a la celebración. Nuestra existencia es la evidencia de que somos iguales y que fruto de la libertad, la lucidez y nuestra capacidad de amar somos diferentes. Lo humano es un surtidor grande y multiforme de expresiones, algunas extintas en el tiempo, otras en plena ebullición e infinitas formas que ocurrirán en el futuro. Es esa rica diversidad lo que nos invita a encontrar esa unidad profunda y misteriosa que nos hace una sola familia, incluso con el resto de los seres vivientes y el universo. Ninguna persona en particular es capaz de expresar el inmenso tesoro de todo lo humano y la humanidad no puede cerrarse al valor de cada vida humana en sus ricos rasgos y dimensiones.
David Álvarez Martín
Filósofo
Publicado en la Revista RE
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