Despertar las entrañasNo es cierto que nuestro mundo no tenga entrañas. La sociedad la formamos personas de muy distinto carácter y calado. Por suerte —y para paz de nuestra esperanza—, hay mucha gente con entrañas aunque, cierto, también demasiada con ellas adormecidas. Bueno: unas adormecidas y otras anestesiadas. En el peor de los casos, algunos las tienen atrofiadas por falta de uso, claro.

La fuerza de la imagen sirve a menudo de detonador para la sensibilidad pública acerca de situaciones inadmisibles desde una perspectiva humana. Una sola imagen a veces comunica más que todo un ensayo de ética. En el último año, las imágenes de refugiados provenientes de Siria han ido apareciendo una y otra vez. Cómo olvidar a Aylan, ese niño con nombre que gritaba las muertes de todos los otros cuyos nombres desconocemos… Pero esa no es, lamentablemente, la única imagen. Ni la única causa que apela a las entrañas de la sociedad.

«Invisibles» se titulaba gráficamente aquel documental de Javier Bardem, apoyado por Médicos Sin Fronteras, que daba, precisamente, visibilidad a algunas de estas realidades. Hace unos días se entregaron los premios Ortega y Gasset de periodismo. «Llegando al paraíso» es el gráfico título de la fotografía de Samuel Aranda premiada: una madre abrazada a su hijo en el agua en la costa de Lesbos.

No se pueden olvidar a todos esos millones que mueren por hambre y desnutrición, quienes llegan —o mueren en el intento— con pateras por el sur de Europa, quienes inconscientemente acaban en manos de mafias que las introducirán en una prostitución indeseada, quienes sufren por guerras instigadas por intereses económicos foráneos, quienes no reciben tratamientos médicos existentes, quienes son torturados por su condición o creencia y llaman a las puertas de otros países pidiendo, simplemente, poder ser…

Sí, una vez más en su larga historia, algo así como un fantasma recorre Europa. Es el fantasma de los horrores que degradan al ser humano. Si Marx alertaba sobre los proletarios que nada tenían que perder, salvo sus cadenas, hoy son millones de personas quienes nada tienen que perder porque su vida es apenas vivible a causa del terror o la injusticia extrema. Recuerdo aquel «Disculpe el Señor» que Serrat cantaba a principios de los 90… Veinticinco años en que han ido aumentando las procedencias y razones de quienes llegan a los recibidores de Europa.

Somos muchos los que no sabemos qué decir, pero tampoco podemos callar. No sabemos qué hacer pero nos urge contribuir en algo. El caso es que, hagamos lo que hagamos, nuestras conciencias no quedarán del todo tranquilas: eso es nuestra salvación como seres humanos y al tiempo nuestra condena al malestar. Y nos quema en las entrañas —sí, precisamente en las entrañas—, que quienes deberían encabezar la gestión del bien común no reconozcan en estos dramas que se está jugando la dignidad de nuestra cultura y civilización.

Creo firmemente en la verdad de la formulación de Adela Cortina cuando detecta en muchos una «razón perezosa, sin alma y sin corazón, [que] ve imposibilidades por todas partes». Frente a ella, propugna Cortina una razón diligente, que «aprecia, estima y considera desde la reflexión» y que hace que se amplíe «de manera increíble el ámbito de lo posible».

Ese es el reto de una sociedad con entrañas y demanda que seamos capaces de aportar lo mejor de nosotros mismos, que colaboremos en articular una respuesta interdisciplinar que sea efectiva y sostenible, y no una mera reacción emocional que solo reformulará el problema, deviniendo una involuntaria forma de marear la perdiz.

Bien por el despertar de nuestras emociones y nuestras entrañas. Bienvenida sea la compasión que, como Helena Béjar escribía hace años, «supone una disposición al amparo», una predisposición a dar cobijo. Y de acuerdo con que eso no es sencillo de articular.

Pues echémosle cabeza, además de corazón y alma.

Si no perdiéramos el tiempo, la energía y la sensibilidad en cosas que no lo merecen, podríamos —sumando— articular respuestas de acogida, aquí, y de atención, allí. Porque hay muchos —¡demasiados!— a los que los focos de las cámaras no alcanzan a pesar de las filigranas que sus profesionales hacen para bien de todos.

Natàlia Plá