Hace ya tiempo que empieza a preocupar la invasividad de los móviles “inteligentes” en la vida cotidiana y presencial de las personas, familias, empresas, grupos. Por supuesto es muy visible en niños y jóvenes. Pero incluso los mayores pasamos la vida mirando esa pantalla pequeña que, como una bola de cristal, puede vehicularnos mensajes de todos los tipos y grados de importancia. Mensajes que deseamos o tememos, que nos alegran o estimulan, y muchísimos que no nos importan en absoluto. Al final del día hemos pasado varias horas mirando esa pequeña pantalla, saltando de un tema a otro y terminamos embotados y agotados. ¡Con frecuencia sin habernos comunicado bien con las personas que tenemos más cerca!

Esto le está sucediendo a los millones de personas que conforman la sociedad actual.

Es fácil echarle la culpa a “la tecnología digital”. Pero no nos damos cuenta de que el eje no es la tecnología: se trata de nuestro universo que de golpe está disponible a través de un solo artilugio. Es, ni más ni menos, portador del conjunto de relaciones personales y fuentes de información que nos configuran.

Por eso, para poder liberarnos del aturdimiento que provoca, es muy importante destrenzar los muchos elementos que convergen y se canalizan a través del smartphone. A veces es teléfono; otras periódico o revista; o el escritorio de la oficina; pantalla de televisión, pronóstico del tiempo, calculadora, juego solitario o colectivo… Y por encima de todo, es el canal de las conversaciones con las personas y grupos que forman nuestra red de relaciones. Los encontramos o nos llegan a través de mensajería instantánea y redes sociales.

Por eso este “teléfono” se transforma en un arma de dos filos. Al romper la dimensión “espacio-tiempo”, nos mantiene en numerosas conversaciones casi ininterrumpidas como en círculos concéntricos por grado de cercanía con personas y grupos que de otro modo simplemente estarían fuera de nuestro alcance y por ello de nuestra mente, al menos en el día a día.

Estas conversaciones tienen distintas cargas de emotividad, importancia y significación para nosotros, pero basta con que haya tres o cuatro que puntúen alto en estos criterios, para que la vida se nos vaya mirando y tecleando en el móvil. ¡Y de rebote, ajenos a las personas que tenemos más cerca!

El hecho de que esos diálogos duren indefinidamente les resta significación y valor. Además se nos multiplican hasta hacernos la vida imposible. ¿Nos extraña estar aturdidos cuando mezclamos y combinamos todo tipo de relaciones, informaciones y datos en el curso de un día, cuando nuestra posibilidad real de digerir la información es mucho menor?

Olvidamos que como seres humanos tenemos límites en nuestra capacidad de prestar atención, de elaborar y comprender los datos, de interactuar significativamente con los demás.

Qué paradoja: los teléfonos inteligentes pueden hacernos cada vez más tontos, y más insulsas nuestras conversaciones… si no los gestionamos adecuadamente.

Es necesario aprender cómo graduar del mejor modo las numerosas “presencias” de los demás en nuestra vida, y la nuestra en la de ellos, tanto en la vida física como en la digital… empezando por nosotros mismos, que somos una presencia necesaria a nuestro propio yo.

Tenemos que aprender a estar a solas, pensar a solas sin interferencias constantes. ¡Apagando o apartando el teléfono móvil!

Se ha discutido mucho sobre la “primacía de la presencia física” con otros, la importancia de estar-estando realmente con las personas que nos rodean. Pero eso supone filtrar, decidir y posponer las innumerables conversaciones abiertas con otros interlocutores. Dar a cada persona -física o digitalmente contactada- el valor y respeto que merece.

Seguro que esto nos ordena la mente y nos des-aturde.

Leticia Soberón