En la editorial de octubre 2019, se planteaba el desafío de un salto cualitativo de la democracia, un cambio en el paradigma organizativo de la sociedad tal como lo hemos vivido hasta ahora. La coyuntura mundial nos está colocando en el lugar preciso de darlo, se ve abismante, un gran salto, un nuevo orden. A pesar de que venimos diagnosticando hace mucho que el “sistema” necesita cambios profundos, todavía no tenemos soluciones y es como si no nos atreviéramos a decir en voz alta lo que tendría que suceder, o quizá… no lo logramos imaginar, no logramos permitirnos pensarnos de otra manera.

Vemos peticiones muy concretas que apuntan al término de absolutismos ocultos y abusos de poder del sistema, esa es una pista muy clara de lo que queremos como sociedad. Cualquier estructura, casi por el hecho de serlo, es cuestionada, los lazos, los vínculos se construyen en confianzas. Esa es otra pista.

¿Qué es lo que tiene que cambiar?, ¿dónde nos apoyamos?, ¿para construir qué?

Haciendo un ejercicio imaginativo en clave de ciencia ficción, si tuviéramos la posibilidad de vivir en un mundo ideal, ¿cómo lo imaginamos?, ¿cómo haríamos el trazado de las avenidas de una sociedad cero quilómetros?, ¿qué es lo que ya no sirve y hay que soltar?

Algunas intuiciones al hilo, solamente observando desde la ventana de Santiago en Chile:

-Es necesario aprender una forma de comunicación donde el gran acento está en la escucha, comprender al otro, no necesariamente para estar de acuerdo, pero sin ello no se construye nada. La maestra dialéctica ha sido superada, aprendimos que la tesis frente a la antítesis generan síntesis, pero también rivalidad, opuestos, blanco y negro, izquierda y derecha, distancia… ahora nos vemos y somos mucho más que ideas, somos personas, sujetos que construyen y quieren construir. No debe, ni puede ofenderme el otro, debo yo aprender a escuchar y hacerme cargo de lo que me desafía. El desafío me estimula, la rivalidad lleva al odio. Nadie tiene la razón, todos tenemos la nuestra y también tenemos emociones, historia, casuística y nos necesitamos para integrar.

-Por ende, la comunidad, que no es escogida, es la que tengo cerca, en el barrio, en el edificio, en el trabajo, con ellos tengo que empezar a construir, a organizarnos para que la convivencia valga la pena, las cosas resulten. Sitiados por la coyuntura, las grandes ciudades se vuelven aldeas, me veo con el/la vecina(o) que piensa distinto pero seguramente queremos lo mejor ambos. En la calle gentes en masa, no tienen miedo a la represión, ni a las bombas lacrimógenas, a las balas, no tienen “nada” que perder. ¿Qué gestos podemos intercambiar con ellos para que vean que la calle, de la que arrancan la luminaria, apedrean y de la que saquean los almacenes, tiene habitantes?, ¿cómo empezar a vernos ahora que habíamos aprendido a no mirar?

-Esta es una comunidad donde todos aprendemos de todos, no tiene el adulto autoridad por serlo, ni el padre o madre por serlo, ni un sexo está por sobre el otro. Lo que cuenta es la disponibilidad de la presencia, intergeneracional y multitask, es necesario aprender de todo: a barrer, a compartir, a reciclar. Por décadas no hemos clasificado y separado por edades: tiempo de ir a la escuela, de tener o no tener hijos, de trabajar… Ahora no hay generaciones, nos reinventamos y mi maestro puede ser el que ayer recibió cátedra de mi.

-Desapegarnos a lo que consideramos “normalidad”, la normalidad se ha ido y ahora cada día es distinto y la única posibilidad de ser feliz… o no.

Elisabet Juanola